Había llegado al límite de su resistencia.
Se encontraba en ese momento en que el dolor -el peor dolor, el que produce la soledad de espíritu-amenazaba con desbordarse en la más insondable desesperación.
¿Qué mejor prueba podía tener de la inexistencia de Dios que su insensato sufrimiento?
Aunque si existiera y fuese Dios de bondad,
¿no podría, en su soledad, reclamarle como interlocutor?
Este último gesto de esperanza obró el milagro